Lo dice el escritor angloíndio Raj Patel en su curioso e interesante ensayo Obesos y famélicos (Los Libros del Lince, editores): hoy se producen más alimentos que nunca, pero 800 millones de personas se mueren de hambre. Y, como contrapartida a esta cifra de vértigo, otro dato pasmoso y además absolutamente nuevo en la historia de la humanidad: mil millones de personas, es decir, una de cada seis, sufren sobrepeso.
Ambos extremos, tanto el exceso como la carencia, son dramáticos. Los obesos mórbidos se destrozan la salud y a menudo la vida; en cuanto a los famélicos, se mueren de verdad, literalmente: hay 25.000 fallecimientos al día por desnutrición, incluyendo un bebé cada cinco segundos.
Una catástrofe planetaria constante que nos las apañamos para ignorar.
Imaginen un huracán, unas inundaciones, un terremoto que matara a 750.000 personas en un mes. Sería un asunto imponente, una tragedia que iría en la primera página de los periódicos y que originaría campañas urgentes de socorro para enviar alimentos y dinero. Pero los individuos abatidos por el hambre apenas sí ocupan lugar en nuestra atención.
Se mueren en silencio, discretamente, cientos de miles cada mes, encerrados en sus humildes casas o en sus chozas, sin fuerzas para protestar, abandonados. Son unas víctimas muy cómodas.
Hay algo obviamente desquiciado y enfermo en un mundo que, por un lado, revienta de grasa innecesaria y, por otro, permite el lento, aterrador tormento de la muerte por inanición. Y lo peor es que la perversidad del asunto va mucho más allá de la mera paradoja entre gordos y flacos.
El pasado 31 de enero salió una noticia en EL PAÍS que hablaba del desmantelamiento en India de una red ilegal de tráfico de riñones. Unas 500 personas, la inmensa mayoría gente pobre, habían sido operadas a la fuerza o con engaños y se les había extraído un riñón.
En algunos casos las intervenciones fueron consentidas y los donantes vendieron sus órganos por unos 800 euros, aunque luego los traficantes cobraban por ellos entre 17.000 y 34.000 euros. Las operaciones se llevaban a cabo en un quirófano clandestino a 30 kilómetros de Nueva Delhi, y los compradores eran indios ricos, pero también clientes extranjeros, de Arabia Saudí y de Estados Unidos, de Canadá, del Reino Unido o Grecia.
Pues bien, este negocio atroz de menudillos humanos es un mercado en alza: la demanda mundial de riñones se eleva de manera constante en los países ricos, porque el inusitado aumento de la obesidad está provocando muchos trastornos renales.
Y así se cierra el círculo de este cuento de horror que parece salido de una pesadilla infantil, con
ogros sacamantecas que sorben las entrañas de los desvalidos. Por desgracia, la clausura de ese quirófano clandestino no supone el fin de la venta ilegal de órganos.
Raj Patel cuenta en su libro que en los países pobres hay muchos agricultores famélicos que venden sus riñones, e incluso todo su cuerpo a pedacitos, por cuatro perras; y en concreto menciona la aldea de Shingnapur, en el distrito de Amravati, en la India, en donde los campesinos han montado un centro de venta de riñones: “Es lo único que nos queda por vender”. Según Patel, el mundo está lleno de agricultores paupérrimos hasta la desesperación, hasta la muerte por desnutrición, hasta el suicidio o la venta de sus órganos.
Aquellas personas que deberían estar cultivando la tierra para producir más alimentos con los que combatir la hambruna mundial son las primeros en morir a causa del hambre.
Algo funciona horriblemente mal en la organización básica de este planeta.
Y lo peor, lo más insoportable y vergonzoso, es que el hambre podría solucionarse.
Esto es, no se trata de un objetivo de dificultad insuperable, no estamos hablando de crear una colonia en Marte, por ejemplo, sino de algo que, aunque complejo, está a nuestro alcance.
Pero el pasado mes de junio se celebró en Roma la cumbre de la Alimentación de la FAO, una reunión pomposa y rutilante con la asistencia de 50 jefes de Estados y 100 ministros; y durante tres días charlaron y cacarearon y se lucieron, y supongo que también se gastaron un presupuesto de órdago en el evento.
Una pantomima que no sirvió de nada, porque la cumbre fue un completo fracaso y se cerró sin lograr alcanzar ningún acuerdo efectivo. Y al fondo, por detrás de tanta incompetencia y tanta incuria, el inaudible quejido de esa séptima parte de la población mundial que muere de inanición con mansedumbre.
Obesos y famélicos. El País. Rosa Montero