España fortalece sus tradiciones. A su vanguardia, el PP libra denodada batalla para que los toros sean declarados bien de interés cultural, patrimonio protegido por la UNESCO y anticonstitucional su prohibición. En consecuencia, ampara la fiesta en algunas de las comunidades que gobierna. Y no está solo, políticos de otros partidos y sectores de la cultura lo secundan.
En tales circunstancias, tal vez tenga sentido esta modesta proposición: ¿y si nos planteamos consagrar la corrupción como "bien de interés cultural"? ¿No les parece a ustedes lamentable que españoles de bien sean detenidos y hasta encausados basándose tan solo en indicios y pruebas? Piénsenlo, declarar la corrupción bien de interés cultural, también de interés turístico y hasta patrimonio nacional a proteger, no tendría sino ventajas. Se pueden esgrimir sólidos argumentos que fundamenten la propuesta.
La tradición, en primer lugar. Desde El Lazarillo de Tormes en el siglo XVI, sabemos que la corrupción es una de nuestras más arraigadas costumbres. Nobles y villanos, reyes y presidentes, han saqueado las arcas públicas y privadas durante centurias. España puede acreditar una gran tradición en esta práctica, y es sabido que nuestro país tiene un amor por sus tradiciones sin parangón. La corrupción es, pues, "un signo identitario del pueblo español".
Nacidos para la gloria. Los corruptos, como los toros de lidia y como los toreros, gozan de una vida singular, muy superior a la de sus congéneres. Reciben un trato exquisito. Y, a diferencia de los astados que mueren ensangrentados y de los diestros que pueden salir malparados, nuestros corruptos a gran escala suelen salir casi indemnes de las cogidas. Para ello existen expertos y caros abogados prestos al quite, el reglamento con sus lagunas y humana aplicación, la cuadrilla en apoyo solidario, la afición que les admira. De hecho, muchos españoles llevan un corrupto dentro, tanto o más que un torero.
Valores estéticos. La corrupción española también es una mezcla de danza, arte y virilidad. A lomos de coches de lujo y embutidos en trabillas italianas, oro y gualda perpetuos, presuntos corruptos bailan ante nuestros ojos, marcando sus soberanos genitales. Sus capoteos mediáticos nos embelesan, nos turban.
La trascendencia. Contemplar la corrupción sirve para descargar colectivamente sentimientos positivos y negativos que relajan el espíritu. Y en esa lucha, casi religiosa, entre el bien y el mal, vemos -irritados algunos, complacientes otros- el triunfo del mal y aprendemos la realidad de la vida.
Así que, una vez declarada la corrupción de interés cultural, turístico y patriótico, habría que aplicarse en su explotación económica. Convertir España en un gran parque temático y registrar la franquicia para exportarla a tantos países que nos siguen los pasos daría trabajo a incontables guías que llevarían a los turistas a contemplar los ladrillos del litoral que han edificado millonarias fortunas particulares, el cemento que embellece el interior, los campos de golf allí donde de natural no hay agua, los vertederos de basuras y escombros por doquier, un castillo con subvenciones fantasma, la noria de los eventos con comisiones dudosas, la montaña rusa del blanqueo de dinero negro o las administraciones de lotería donde se compran boletos premiados para eludir impuestos. Además de las infraestructuras necesarias -que reactivarían el sector de la construcción-, se crearía una industria del souvenir: talonarios, sobres bajo mano, material de espionaje, camisetas, jarras y llaveros con la efigie de las estrellas de la corrupción.
Apuntemos también la posibilidad de levantar escuelas y universidades de corrupción con todas sus materias específicas (cohecho, prevaricación, soborno, tráfico de influencias, fraude fiscal, oratoria demagógica). Y academias o seminarios para quienes solo desean aprender los mecanismos de la "economía sumergida", como cobrar facturas sin IVA y otras menudencias que detraen para el bien común casi el 25% de los ingresos del Estado.
Si consiguiéramos que hasta fuera protegida como patrimonio de la humanidad por la UNESCO, la corrupción española homologaría a los grandes malversadores y especuladores mundiales. Agradecidos, dejarían de atacarnos.
Así que supongo que estarán de acuerdo en que se impone subvencionar -más aún- a los artistas de nuestra corrupción, no dejar que la fiesta muera. Sin apoyos, estos bravos ejemplares desaparecerían. España sería otra: honesta, responsable, culta. Irreconocible, en una palabra.
Cierto es que casi todos los organismos internacionales han constatado la correlación entre corrupción y deterioro de la democracia, y han llamado a atajar lo que, dicen, no puede contemplarse en ningún caso como comportamientos individuales desviados, sino como putrefacción del ordenamiento social. A gran o pequeña escala, afirman esos organismos, se roba el dinero de todos. Incluso aquí hay enemigos de tradición tan acrisolada. "La corrupción es incompatible con la democracia, hiere gravemente a los propios fundamentos del sistema", afirma Carlos Jiménez Villarejo, nuestro primer fiscal anticorrupción. Pero ¿a quién le importan todas estas jeremiadas?
En Las ciudades invisibles, Ítalo Calvino habla de un "infierno de los vivos" y sus dos formas de afrontarlo. Una, "volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo"; la otra, "buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio". En esas está España: ¿parque temático u honestidad? No me discutirán que hay razones poderosas para optar por lo primero.
Rosa Mª Artal. Tribuna El Pais. Declaremos la corrupción como bien de interés cultural.