Nada como la contundencia y el humor ácido de George Carlin en este vídeo para recordarnos cómo funciona en realidad todo esto.
Nada como la contundencia y el humor ácido de George Carlin en este vídeo para recordarnos cómo funciona en realidad todo esto.
Tras los escándalos que sacuden las comunidades autónomas regidas por el PP en las que el estupor se entrevera con el sainete, las burlas a la opinión pública se han agravado aún. Muchos ciudadanos hemos memorizado los sabrosos diálogos de Francisco Camps con su "amigo del alma" -diálogos que deberían figurar en las pruebas oficiales de lectura de los institutos de Enseñanza Media-, pero he aquí que meses después descubrimos consternados que la situación económica del presidente de la Comunidad Valenciana, a primera vista boyante, es de lo más precaria: una cuenta corriente de menos de 3.000 euros, un piso modesto, un carcamal de automóvil de 15 años de antigüedad. ¡Como para abrir una suscripción nacional de ayuda al infeliz, conforme sugirió un lector de este diario!
Cuanto surge de los entresijos de la trama Gürtel en las comunidades autónomas de Madrid y Galicia, amén de las grandes obras caritativas de Fabra, Matas y demás cargos de idéntica estatura moral y cívica, corresponde menos a lo que puede esperarse de un Estado de derecho que a lo propio de una república bananera del mal llamado Tercer Mundo, pues desde la caída del Muro de Berlín sólo hay dos. Y de nuevo nos frotamos los ojos para dejar de soñar.
Pero el mal sueño prosigue. Los votantes del PP no ignoran que los altos cargos de sus comunidades están allí "para forrarse". Lo saben y lo aceptan como algo natural. Son chorizos, sí, como escribí hace algún tiempo, "pero de los nuestros". Dicha mentalidad, denunciada elocuentemente en Italia por Roberto Saviano, supone la extinción paulatina del concepto de ciudadanía y su sustitución por ese "fatalismo risueño" (la frase es de Octavio Paz) ante lo supuestamente inevitable. ¡Cada cual a lo suyo y Dios con todos!
Dejando de lado la cuestionable legalidad de las escuchas de las conversaciones de Francisco Correa y Pablo Crespo con sus abogados, las pruebas abrumadoras de sus delitos de corrupción, soborno, blanqueo y evasión de capitales, etcétera, no ofrecen la menor duda. Y resulta cuando menos paradójico que los culpables de tales acciones pretendan sentar al juez Garzón en el banquillo y, sin dejar de ser acusados, se erijan en acusadores.
Lo mismo puede decirse de los recursos interpuestos por Falange Española y la asociación ultraderechista Manos Limpias contra Garzón y admitidos a trámite por el presidente del Tribunal Superior de Justicia de Madrid. Los argumentos jurídicos esgrimidos por el juez Luciano Varela ¿pueden invalidar los derechos de las víctimas de las matanzas programadas por los franquistas durante la Guerra Civil y la inmediata posguerra? Ni la opinión pública española ni la internacional lo entienden.
La cacería organizada contra el juez que abrió el camino al enjuiciamiento de Pinochet y de los militares de la Junta argentina pone en tela de juicio la validez universal de la justicia establecida en el caso de los genocidios de Camboya, Bosnia y Uganda, para no hablar del holocausto judío. La impunidad me parece más grave que cualquier otra consideración. Las leyes cambian, pero como sucedió en el caso de la de Punto Final, los crímenes contra la humanidad no.
Escribo esto alarmado por la perspectiva que se extiende ante nosotros en caso de una eventual victoria electoral del PP dentro de un par de años. Su mayoritario control de los medios de comunicación a través de las licencias generosamente distribuidas por sus autonomías a los portavoces del neoconservadurismo más rancio; el sesgo resueltamente derechista de la mayoría de jueces del Tribunal Supremo; las ansias de desquite de quienes se creyeron injustamente desalojados del poder por los horribles atentados del 11-M y el vuelco electoral que provocaron, hacen temer el retorno a una España en la que el clientelismo creado por un poder casi caciquil, decidido a mantenerse ya no por años sino por décadas, se revestiría de la demagogia, xenofobia y patriotismo de fachada de la Italia de Berlusconi.
A dicho Gobierno no le faltaría, claro está, el sostén incondicional de una Iglesia en plena bancarrota ética (¡pero no económica!) tras la cascada de revelaciones sobre los abusos pedófilos (perdón, efébicos) de millares de sus miembros, incluidas sus más altas jerarquías, revelaciones que salpican a la Curia vaticana y al propio Pontífice. Pero esos pecadillos, mucho menos graves en opinión de nuestro episcopado que los del uso del preservativo antisida, la contraconcepción, el aborto y el "relativismo moral", no afectan en modo alguno el floreciente negocio del poder eclesiástico romano, "un mercado do se vende / lo que nunca tuvo precio", como escribió hace cinco siglos el poeta y dramaturgo Bartolomé Torres Naharro.
La berlusconización rampante de nuestro país y su deslizamiento a una democracia corporativa en la que prima la obediencia a los intereses del grupo, clan o partido sobre el imperio de la ley no se para con el mantenimiento de los privilegios exorbitantes del Concordato, que cuestan al Erario público, esto es al bolsillo del contribuyente, la modesta suma anual de 3.500 millones de euros, ni poniendo al frente del Tribunal Supremo a juristas de un perfil tan conservador como Dívar.
Ni la voracidad sin límites del Casino Global frenada durante varias décadas del pasado siglo por una socialdemocracia enfrentada al modelo soviético, ni el afán de poder de una Iglesia, cuyo crudo materialismo desmiente a diario sus pretensiones a un anacrónico magisterio espiritual, se amansan con concesiones. La historia nos prueba lo contrario. Como escribió el ya citado autor extremeño, tan poco estudiado, ay, en nuestras aulas, "pues si a Roma llaman santa / que santos nos haga Dios".
Juan Goytisolo. Cerco judicial a la corrupción. El Pais 2/4/2010