"Me refiero, por supuesto, a nuestros líderes políticos, con especial consideración de los máximos representantes de los partidos mayoritarios. Las encuestas revelan que la opinión española no quiere ver a ninguno de los dos como cabeza de lista en las próximas elecciones generales. Y, sin embargo, con toda probabilidad, allí estarán, encabezando las candidaturas; sus efigies aparecerán en los carteles empapelando vallas y paredes en calles, plazas, y carreteras. ¿Qué hemos hecho nosotros para merecer esto? ¿Por qué vamos a tener que elegir entre dos políticos a los que no queremos, de los que, parafraseando a Kissinger cuando se refería a la guerra entre Irán e Irak, preferiríamos que no ganara ninguno?
Además, esta aversión de los electores no es algo caprichoso, cuestión de antipatías u ojerizas pasajeras, al contrario. Especialmente en el caso del presidente, los electores se dejaron seducir en dos ocasiones por su fotogenia, sus sonrisas y su “talante” para descubrir, seis años más tarde, la irresponsabilidad, la demagogia, la incompetencia, y el oportunismo implacable que se ocultaban tras aquellas suavidades aparentes. El líder de la oposición no tiene esos encantos visibles, pero su ejecutoria no compensa la falta de fotogenia: su oportunismo y la elasticidad de sus principios son proverbiales, y su paso por varios ministerios en los gobiernos anteriores no dejó ningún rastro memorable y sí alguno lamentable. Su reciente decisión en el nombramiento de candidato en Asturias es una muestra más de su torpeza. Los electores se sienten ahora burlados y frustrados; están furiosos y despechados. ¿Cómo se explica que en democracia el pueblo no consiga quitarse de encima a dos individuos tan impopulares?
En primer lugar, España es una democracia, sí, pero una democracia plagada de lacras que traban tanto su funcionamiento que podría definírsela como “democracia incompleta” o “imperfecta”. La lacra más grave de nuestra democracia reside en la ley electoral, que se justificó hace treinta y pico años alegando su provisionalidad en tanto los electores no se familiarizasen con partidos, figuras, y usos electorales. Sin embargo, éstas son las horas en que aquella ley electoral “provisional” sigue vigente y tergiversando la voluntad popular, porque da un poder desproporcionado a los partidos nacionalistas y a los aparatos de los partidos.
Del despropósito y la injusticia que implican el que los partidos nacionalistas vascos y catalanes, con menos votos que Izquierda Unida o UPyD, tengan mucho mayor representación en las Cortes poco hay que decir, por lo conocido y comentado. Lo único que llama la atención es el escaso eco que tienen entre el público las protestas de estos partidos contra tal monstruosidad. Casi más grave y menos reconocido, sin embargo, es el efecto que el sistema de listas cerradas y bloqueadas tiene sobre la democracia interna de los partidos, que explica que, una vez que alguien ocupa la secretaría general de una organización política, sea virtualmente imposible desalojarle, por impopular que sea dentro y fuera de ese partido.
Ello es porque el que manda controla la confección de las listas electorales, de modo que cualquier conato de rebeldía es castigado con la eliminación de las listas, lo cual trae consigo la muerte política del rebelde a menos que, como en el caso de Rosa Díez, sea capaz de resucitar creando un partido nuevo; pero hay que reconocer que esto está al alcance de muy pocos y que, aún para los pocos que pueden emprenderla, es tarea ardua y azarosa. Todo esto explica que nuestros líderes vayan a ser candidatos en las próximas elecciones generales aunque sean rechazados por el público en las encuestas.
Podrá objetárseme que no es España el único país que tiene problemas electorales de este tipo. Los norteamericanos eligieron y reeligieron a dos presidentes tan incompetentes y desleales como Richard NixonGeorge W. Bush, contra los que también se desató la furia popular al final de sus segundos mandatos. En Italia tampoco es la situación electoral muy edificante: el hartazgo que produce Berlusconi no se traduce en aumentar el atractivo de las figuras de la oposición. Algo parecido ocurre en Francia con la decepción que ha producido Sarkozy; las figuras de la izquierda, ensimismadas y enrocadas en sus taifas, tampoco parecen ofrecer alternativas atractivas. Es que no hay que hacerse ilusiones con la democracia. Sus errores pueden ser tan garrafales como los de las dictaduras: la superioridad de la democracia no reside en sus aciertos, sino en su legitimidad: la que confiere el consentimiento de los gobernados, en libertad y bajo el imperio de la ley. El acierto en la elección ya es harina de otro costal. Se repite mucho la frase de Churchill afirmando que la democracia es un sistema pésimo, pero superior a las alternativas; no se repite tanto otra frase suya: el mejor argumento contra la democracia es una breve conversación sobre política con el elector medio. y
Pero la democracia es perfectible. Entre la perfecta democracia y la dictadura hay muchos grados intermedios y la española, por desgracia, está muy alejada de la perfección. ¿Qué puede hacer el frustrado elector para mejorar la democracia española? Muy sencillo: seguir su instinto. Hacer lo posible por que no gane ni uno ni otro. Votar por otros partidos. “Eso es tirar el voto,” dirán muchos, “prefiero votar al menos malo”. Eso es votar por que la perversión de la democracia continúe: Izquierda Unida y UPyD llevan en sus programas la necesidad de una ley electoral más justa, como los liberales ingleses, y en una coalición lo pueden conseguir, como está a punto de lograr Nick Clegg en Inglaterra. Y, sobre todo, apliquemos la razón y el instinto, que esta vez nos dicen lo mismo: si no les queremos, no les votemos."
O voto nulo, o votar por cualquier otro partido que no sea
PPSOE